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Corrían los inicios de la década de 1860 y entre las nobles familias que habitaban Lima se distinguía la del Marqués de Sarria y Molina, quien había enviudado, concentrando desde entonces todo su afecto en su única hija, Clara, de 12 años de edad. Con el paso del tiempo, la niña creció bajo los cuidados de su nana Evarista, una mulata quien tenía un hijo llamado Francisco, tres años mayor que la niña.
Francisco, quien era el engreído del Marqués, se enamoró de Clara, a tal punto que la hermosa joven quedó embarazada lo que originó una verdadera convulsión en la sociedad de la época. El Marqués, ofuscado y ofendido ante tal ultraje, ordenó que Francisco sería encerrado en el Covento de La Recoleta y se le haría fraile. En cuanto a la niña, su padre decidió que un largo viaje era lo más conveniente. Tres días después, podía verse a Panchito con el cerquillo y hábito de monje dominico, ayudando en la misa del padre Mendoza.
El marqués, mientras tanto, hacía sus preparativos para partir a España en la fragata “Covadonga” que debía de salir dentro de un mes. Pero nadie imaginaba del profundo amor en que habían mantenido los dos jóvenes y manteniéndolo oculto por lo que esta separación causó hondo pesar en ambos.
Hasta que llegó el 17 de octubre, cuando el marqués y su hija se dirigían al Callao y se embarcaban en la fragata, que debía zarpar a las dos de la tarde. Clara estaba serena, pero su respiración entrecortada por frecuentes suspiros, que en vano trataba de ahogar, revelaban el hondo sufrimiento que devoraba esa alma destrozada por el dolor.
La fragata siguió el rumbo paralelo a la Isla de San Lorenzo y eran las cinco y media cuando pasaban a la alura de Chorrillos, que se divisaba vagamente, envuelto en la bruma de la tarde. Y cuando la embarcación se hallaba frente al Morro Solar, Clara tomó un catalejo con la intención de buscar a su amado que, según la nodriza Evarista, su hijo Francisco estaría despidiéndola en dicho morro.
Derrepente, Clara pudo ver a su amado quien, parado sobre la peña más alta, sostenía sobre su cabeza con ambas manos, el manto que se había quitado y que agitaba en el aire. Un minuto después, el fraile se precipitaba desde la altísima cima al fondo del abismo, y no quedaba de él, más que los rasgados jirones de sus vestiduras, que, prendidas de la filada cresta de un peñón saliente, flotaban al viento como una bandera fúnebre.
Mientras ese trágico desenlace se realizaba en tierra, pasaba a abordo una escena no menos terrible. Clara se había lanzado a las aguas ante la trágica escena que acababa de presenciar. Esta historia con olor a leyenda, se divulgó en la Lima de antaño y con el paso del tiempo, y en memoria a este amor incomprendido, se construyó un restaurante cerca al Morro de Chorrillos, cerca a la playa La Herradura, llamado “El Salto del Fraile”, especializado en gastronomía peruana.
Lo anecdótico de este local es que, cada domingo, por las tardes, se escenifica el arrojo del fraile a las profundidades del mar. Un cortesano ataviado con una túnica franciscana, se arroja al mar desde una peña frente al restaurant
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